Los cervinos,
subfamilia de los cérvidos (Cervidae) a la que pertenece el ciervo rojo y
también el gamo, el chital o el uapití, tuvieron su origen en nuestro propio
continente, Europa, hace aproximadamente diez millones de años y su éxito evolutivo
fue tal que los llevó en unos pocos millones de años a expandirse hacia otros
continentes y originar numerosas especies. En lo que se refiere al ciervo rojo
o común (Cervus elaphus), los restos más antiguos hallados en la
península Ibérica datan de hace 120.000 años.
O sea, que para cuando llegó nuestra propia especie a Iberia los ciervos llevaban ramoneando en nuestros bosques más de 70.000 años. Aunque en realidad los ciervos habían estado conviviendo con unos parientes muy cercanos a nosotros, también del género Homo, los neandertales. Digamos que en mucho menor número y de un impacto también mucho menor sobre el medio de lo que provocaríamos más tarde los Homo sapiens, pero excelentes cazadores de ciervos, jabalíes, uros e, incluso, osos o rinocerontes, como demuestran sus sofisticadas herramientas de caza y las marcas halladas en sus propios huesos atribuidas a accidentes durante las cacerías al entrar en contacto directo con el animal.
El ciervo rojo ha sido frecuentemente representado en las pinturas rupestres: machos con gran cornamenta, hembras, ejemplares acosados durante una cacería, etc., y reflejan el enorme interés cinegético que ha poseído esta especie ya desde la prehistoria y que se mantendrá a lo largo de los siguientes milenios hasta que siglo XX marque el momento de su mayor declive y sean necesarias políticas conservacionistas para controlar su caza y evitar la extinción.
Igualmente, en la península Ibérica los ciervos fueron perseguidos hasta quedar reducidos a unos pocos núcleos poblacionales a mediados del siglo pasado (Sierra Morena, Montes de Toledo, Sierra de San Pedro), momento a partir del cual se tomarían las medidas pertinentes para su conservación en los cotos de caza y la reintroducción en otros puntos de la geografía hasta llegar a ocupar actualmente los macizos montañosos ibéricos más importantes.
A diferencia de los que ocurrió con el oso o el rebeco, el norte peninsular no se libró de esta extinción, siendo la Cordillera Cantábrica o la Sierra de la Demanda de los últimos sistemas montañosos donde pervivirían los ciervos. En otra entrada en este blog hablamos de la extinción del ciervo en nuestra comarca apuntando el comienzo del siglo XIX como el momento en el que se dejaron ver los últimos ejemplares de Gorbea.
Los ciervos que viven actualmente en el Gorbea son el resultado de dos reintroducciones, la primera a finales de los años cincuenta del siglo pasado y la segunda en 1981 con ejemplares procedentes de los Montes de Toledo y la Sierra de Cazorla respectivamente. Seguramente que no es nada fácil la gestión de unos animales de tal tamaño y en áreas enormemente humanizadas como ésta, a lo que habría que añadir la pesada lacra del furtivismo que limita su expansión y elimina los mejores ejemplares, pero después de tantos miles de años en los que sus bramidos y el entrechocar de sus cuernos han estado formado parte del sonido de estos bosques merece la pena seguir haciendo el esfuerzo para que continúen en estas montañas.
Imágenes tomadas por Xabi Ramos en el Macizo del Gorbea
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